martes, 15 de julio de 2008

EN PLENO MEDITERRÁNEO...

Regida desde antiguo por Eros y Tánatos, la isla de Ibiza me ha sorprendido por su enorme belleza, su gran diversidad en todo aspecto y una innegable aura mística que ha hecho de ella un codiciado objeto de deseo desde tiempos inmemoriales...

Mi concepto del Mediterráneo había ido devaluándose, por motivos politicos y ecológicos, hasta convertirse en una apatía que rozaba el desprecio: agua sucia y caliente y paisajes áridos y con restricciones de todo tipo. Este año me decidí a conocer las Islas Baleares, por si acaso, y aterricé en Ibiza, la mayor de las Pitiusas.
Al llegar, me llenaron los ojos las aguas, tan claras y a la vez tan turquesas como las que había visto en las fotos del mar Caribe; fue un auténtico impacto poder ver cómo se proyectaban en el suelo la sombra de los barquitos fondeados tan cerca de cala Pinta.
He disfrutado como un japonés de la típica arquitectura ibicenca, de fuertes raíces árabes y aragonesas, surgida del hombre casi por selección natural de sistemas y materiales y adaptada al máximo a las necesidades y costumbres de los ibicencos; me he dajado sobrecoger por enormes peñones como Illa del Bos o el mítico Es Vedrá, con sus emocionantes historias de fenicios, piratas berberiscos y exotéricas fiestas hippies de no hace mucho. Cala Conta, Cala Bassa, Cala d'Hort... pequeños universos donde sentirte tú mismo y dejar sentirse a los demás, como bien supo hacer Migue.La ciudad de Ibiza es, con su Dalt Vila, su Marina y su Penya, un laberinto de callejuelas blancas y multitud de elementos multicolores que colaboran con el sol para que brille más y más, casi hasta dejarte ciego. Por detrás, los baluartes de la centenaria muralla y, al fondo, siempre, el mar de color azul turquesa, sólo un poquito más oscuro que el cielo.
En Formentera, la auténtica guarida de la luz, comprendí por qué Julio Medem utilizó filtros blancos en Lucía y el sexo: el brillo cegador de la isla sólo se puede entender cuando te estás tostando bajo su imponente sol; si a eso le añades que la sal escuece ligeramente en los ojos y en los labios y que la cara está llena de finos granitos de arena blanca, comprendes que es imposible mirarlo directamente cuando está allí arriba... el Sol es la vida en Formentera, pero nadie le puede mirar a los ojos, acaso las lagartijas azules que recorren todos los agujeros de la isla.
Tras ver seis puestas de sol durante seis días seguidos, me percaté de que la vista desde cala Saona no tiene precio; vale mucho más que cualquier hotel de la pequeña Formentera y cuesta mucho menos si te quedas a dormir en la misma playa, concretamente en un poblado pinar al borde del acantilado. El único consuelo, al salir el sol, es procurarse una ligera brisa cuando vas sobre la moto y pensar que en aquellas islas uno siempre deja un poco de sí mismo.